No dejen de leer este completo estudio sobre la doctrina de Arrio con errores doctrinales muy graves. Conoce la historia de las doctrinas falsas. Arrio
fue presbítero de Alejandría, había nacido en Libia (256), y se formó
teológicamente a la sombra de Luciano, fundador de la Escuela de Antioquía.
El
patriarca Alejandro le encomendó la cura pastoral en la Iglesia de Baucalis, un
suburbio de Alejandría, donde consiguió un gran ascendiente entre los fieles, y
especialmente entre las vírgenes, por su ascetismo y sus extraordinarias
cualidades de orador.
La
doctrina teológica de Arrio giraba por completo en torno a la unidad de Dios;
y, tomando esta unidad de Dios como fundamento, había que repensar todo lo
demás. Dios es el UNO por antonomasia; el monoteísmo ya había sido
filosóficamente demostrado por todos los grandes filósofos de Grecia. Según
Arrio, que en esto dependía de la filosofía platónica, el Dios absolutamente
uno, trascendente y estable en sí, no tolera ni pluralidad en sí, ni una
relación o vinculación con la materia. Por consiguiente, si en el Dios que se
revela existe alguna pluralidad y diferencia, es decir, una distinción entre el
Padre y el Hijo, esto no puede pertenecer al orden del Absoluto, sino al orden
de lo creatural.
Arrio
mantiene los términos tradicionales, como Cristo es «Hijo de Dios», Cristo «es
Dios», pero los interpreta en un sentido restrictivo; Cristo es Dios, pero
solamente en cierta medida, porque para él solamente el Padre es «verdadero
Dios» Arrio entiende la naturaleza del Logos como mediador de la creación según
el modelo conceptual del Demiurgo platónico, el intermediario entre Dios y el
mundo material. El Logos es prototipo de la creación, una criatura plena, a
imagen y semejanza del Dios invisible, pero no puede pertenecer plenamente al
ámbito de lo divino, sino al ámbito de la creación propiamente dicha; y, por
consiguiente, hubo un tiempo en el que el Logos no existía. Él es la primera
criatura, el instrumento, por el que todo ha sido creado. El Logos es resultado
de la libre, y no necesaria, decisión de la voluntad del Padre, no de la
necesidad de su esencia. Con estas teorías, parecía que Arrio no hacía otra
cosa que radicalizar el subordinacionismo, predominante en los Padres de la
Iglesia de los tres primeros siglos que en alguna manera «subordinaban» el Hijo
al Padre; y de este modo la doctrina arriana no constituía, a primera vista,
una novedad, sino una continuación de la teología tradicional; y parecía una
explicación lógica porque, de lo contrario, una identificación demasiado
diferenciada del Hijo con el Padre le parecía que conduciría necesariamente al
atolladero del modalismo trinitario ya condenado por la Iglesia.
En
el fondo, Arrio tampoco reconocía la humanidad de Cristo en sentido pleno, pues
el Logos para él no es Dios, sino el «alma del mundo», que se une a un cuerpo,
en cuanto que asume la carne, pero no se hace hombre, sino que ocupa el puesto
del alma humana en Jesús de Nazaret; es decir, Cristo no es Dios y hombre, sino
un ser intermedio. Para contrarrestar las doctrinas de Arrio, el patriarca
Alejandro reunió un sínodo en Alejandría (321) en el que tomaron parte unos
cien obispos de Egipto; y todos, a excepción de Segundo de Tolemaida y Teonas
de Marmárica, condenaron las doctrinas de Arrio. Alejandro informó a los
obispos orientales y al mismo Papa sobre los errores de Arrio que huyó a
Cesárea de Palestina, donde fue bien recibido por el obispo Eusebio, el padre
de la historia eclesiástica.
Desde
Cesárea emprendió una campaña a gran escala; propagaba su doctrina a través de
cartas; escribió un libro, Thalía, en prosa y verso, y compuso canciones que se
hicieron muy populares. Consiguió numerosos adeptos entre los obispos; Eusebio
de Nicomedia lo recibió en su casa y reunió un sínodo que absolvió a
Arrio. Después de su victoria sobre
Licinio (324), Constantino se preocupó por la paz eclesial que se había roto en
Alejandría; envió a su asesor religioso, Osio de Córdoba, con cartas para Alejandro
y para Arrio que había regresado a la ciudad; pero Osio no consiguió ni la
retractación de Arrio ni la paz eclesial; en vista de lo cual, aconsejó al
emperador que convocase un Concilio universal para resolver el problema.
Constantino aceptó el consejo de Osio y convocó un concilio universal, es
decir, un concilio en el que participaran obispos provenientes de todo el
mundo. Hasta aquel momento habían existido muchos sínodos o concilios, más o
menos numerosos, pero solamente habían tomado parte en ellos obispos de la
región. Ahora se trataba de un concilio al que eran convocados obispos de todo
el mundo, aunque no todos los obispos del mundo. Si Constantino era, desde su victoria
sobre Licinio, emperador único, verdadero señor del mundo, ¿qué cosa más
conveniente y conforme con los designios del cielo que convocar a obispos de
todo el mundo para resolver un problema de tanta trascendencia como la
divinidad de Jesucristo?
El
Concilio de Nicea es reconocido por la Iglesia como el primer concilio
ecuménico, aunque no reúne las condiciones de tal, según las normas del Derecho
canónico actual, pues no fue convocado por el Papa, sino por el emperador, como
sucederá con los seis concilios ecuménicos siguientes; pero el Papa aceptó y
legitimó la convocación imperial, enviando sus propios legados; solamente el
Concilio II de Constantinopla (553) fue convocado contra la voluntad del Papa,
aunque también acabó legitimándolo.
El
emperador convocó obispos de Oriente y de Occidente; y para facilitarles el
acceso a Nicea, puso a su disposición la posta imperial. El Concilio I de Nicea
es conocido como el «concilio de los 318 Padres» que fueron asemejados a los 318
siervos de Abraham con los que rescató de la cautividad a Lot (Gen 14,14); pero
en realidad solamente tomaron parte en él unos doscientos obispos, que en su
casi totalidad procedían de la Iglesia oriental; de la Iglesia occidental solamente
estuvieron presentes Osio de Córdoba, dos presbíteros delegados del papa
Silvestre, Ceciliano de Cartago y probablemente otros tres obispos. Constantino
prefirió celebrar el concilio en la pequeña ciudad de Nicea, donde tenía él su
palacio de verano, en una de cuyas aulas tuvieron lugar las sesiones
conciliares.
El
concilio se inauguró, con un discurso del propio Constantino, el día 25 de mayo
del año 325, y duró cerca de dos meses. No se sabe con certeza qué personalidad
presidió el concilio porque no existen actas de las reuniones, sino solamente
sus resultados, es decir, el Credo niceno y algunos cánones disciplinares; pero
lo más seguro es que la presidencia fue ocupada por Osio de Córdoba, como
representante del emperador, porque en todas las listas de los Padres de este concilio
figura en primer lugar; y después de él aparecen siempre los delegados del papa
Silvestre. Es probable que para Constantino el concilio no fuese otra cosa que
un consejo de expertos en materia de fe; y, en cambio, para los obispos no era
nada más que un concilio episcopal que se ocupaba de los asuntos de fe y
costumbres, aunque con una representación más universal.
Hasta
no hace aún mucho tiempo, siempre se había sostenido que el Concilio de Nicea
había tomado el Credo bautismal de la Iglesia de Cesárea de Palestina como base
para la formulación de la doctrina en torno a la divinidad del Hijo; hoy día se
pone en duda; pero haya sido o no así, lo cierto es que las adiciones del
concilio niceno van expresamente dirigidas contra la doctrina de Arrio: «Dios
verdadero de Dios verdadero, engendrado no creado, de la misma naturaleza (homoousios)
que el Padre». De este modo algunos enunciados tradicionales sobre Jesús, como
«Hijo de Dios», «Primogénito de todas las criaturas», «Dios de Dios», que Arrio
aceptaba, pero que interpretaba erróneamente, quedaban precisados de tal modo
que la doctrina de Arrio era condenada sin paliativos: la expresión «Hijo de
Dios» quedaba clarificada con la expresión «de la misma sustancia del Padre»
(homoousios); y para eliminar cualquier ambigüedad relativa a la dimensión
creatural que Arrio atribuía al Hijo, se clarificaba así: «engendrado no creado».
De este modo se afirmaba que la procesión del Hijo respecto del Padre no es el
resultado de un acto libre de su voluntad, ni, menos aún, una «creación de la
nada», sino algo que existe en Dios mismo desde la eternidad. Y la expresión
tradicional «Dios de Dios» que también Arrio aceptaba, fue matizada así: el
Hijo es «Dios verdadero de Dios verdadero»; de modo que se afirmaba sin posible
ambigüedad que el Hijo es Dios en sentido pleno.ambigüedad que el Hijo es Dios
en sentido pleno.
El
término “homoousios”, para significar que el Hijo es de la misma naturaleza que
el Padre, se convirtió en el concepto clave, el santo y seña de la lucha de la
fe verdadera contra la herejía arriana. Según San Atanasio, la posición de Osio
de Córdoba fue determinante para la introducción de este término; y ciertamente
existen motivos para suponer que ese término procede de la teología trinitaria
de la Iglesia occidental, y que ya antes del Concilio I de Nicea había sido
asumido por las Iglesias de Alejandría y Antioquía, aunque esto puede ser
discutible. Arrio y sus partidarios tuvieron plenas facilidades para defender
sus teorías; pero chocaron frontalmente con la argumentación implacable de
Atanasio, diácono de Alejandría, que participó en el concilio en calidad de
secretario del patriarca Alejandro, y a quien sucedió poco después en aquella
sede patriarcal. La condena de Arrio como hereje fue aceptada por todos los participantes
en la asamblea conciliar, menos los obispos Segundo de Ptolemaida y Tomás de
Marmárica, que fueron desterrados juntamente con Arrio; Eusebio de Nicomedia
también simpatizaba con Arrio, y poco después también fue desterrado. El
Concilio de Nicea se ocupó también del cisma de Melecio que por espacio de una
década había tenido dividida a la Iglesia de Egipto; durante la persecución de
Diocleciano, el obispo Pedro de Alejandría se ausentó de su sede y otros
obispos habían sido encarcelados; entonces Melecio ocupó la silla alejandrina,
pero el obispo Pedro lo excomulgó; y un sínodo celebrado en Alejandría en torno
al año 304, depuso solemnemente al usurpador Melecio; éste no se sometió y la
Iglesia de Alejandría se dividió. El obispo Pedro murió mártir en el año 311, y
Melecio fue desterrado, perdurando el cisma hasta el Concilio de Nicea, que lo
condenó; y desde entonces sus partidarios se fusionaron con los arríanos. El
Concilio de Nicea promulgó también algunos cánones disciplinares. En uno de
ellos se establecía la precedencia de las Iglesias de Oriente: en primer lugar
Alejandría, después Antioquía; y en tercer lugar, se reconocía un cierto honor
a la Iglesia-Madre de Jerusalén. En otros cánones se prohibió la ordenación de
recién bautizados, de eunucos y de quienes hubieran apostatado durante la
persecución; se estableció la vida común de clérigos, y se reorganizó la vida
comunitaria de las vírgenes; se condenó la usura; se estableció la fecha de la
Pascua conforme a la tradición romana; y se encargó a la Iglesia de Alejandría
el cálculo de la fecha de la Pascua, que debería comunicar a las demás Iglesias
en una carta sinódica.