EL ARRIANISMO Y EL CONCILIO DE NICEA

lunes, 4 de agosto de 2014

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No dejen de leer este completo estudio sobre la doctrina de Arrio con errores doctrinales muy graves. Conoce la historia de las doctrinas falsas. Arrio fue presbítero de Alejandría, había nacido en Libia (256), y se formó teológicamente a la sombra de Luciano, fundador de la Escuela de Antioquía.
El patriarca Alejandro le encomendó la cura pastoral en la Iglesia de Baucalis, un suburbio de Alejandría, donde consiguió un gran ascendiente entre los fieles, y especialmente entre las vírgenes, por su ascetismo y sus extraordinarias cualidades de orador.

La doctrina teológica de Arrio giraba por completo en torno a la unidad de Dios; y, tomando esta unidad de Dios como fundamento, había que repensar todo lo demás. Dios es el UNO por antonomasia; el monoteísmo ya había sido filosóficamente demostrado por todos los grandes filósofos de Grecia. Según Arrio, que en esto dependía de la filosofía platónica, el Dios absolutamente uno, trascendente y estable en sí, no tolera ni pluralidad en sí, ni una relación o vinculación con la materia. Por consiguiente, si en el Dios que se revela existe alguna pluralidad y diferencia, es decir, una distinción entre el Padre y el Hijo, esto no puede pertenecer al orden del Absoluto, sino al orden de lo creatural.

Arrio mantiene los términos tradicionales, como Cristo es «Hijo de Dios», Cristo «es Dios», pero los interpreta en un sentido restrictivo; Cristo es Dios, pero solamente en cierta medida, porque para él solamente el Padre es «verdadero Dios» Arrio entiende la naturaleza del Logos como mediador de la creación según el modelo conceptual del Demiurgo platónico, el intermediario entre Dios y el mundo material. El Logos es prototipo de la creación, una criatura plena, a imagen y semejanza del Dios invisible, pero no puede pertenecer plenamente al ámbito de lo divino, sino al ámbito de la creación propiamente dicha; y, por consiguiente, hubo un tiempo en el que el Logos no existía. Él es la primera criatura, el instrumento, por el que todo ha sido creado. El Logos es resultado de la libre, y no necesaria, decisión de la voluntad del Padre, no de la necesidad de su esencia. Con estas teorías, parecía que Arrio no hacía otra cosa que radicalizar el subordinacionismo, predominante en los Padres de la Iglesia de los tres primeros siglos que en alguna manera «subordinaban» el Hijo al Padre; y de este modo la doctrina arriana no constituía, a primera vista, una novedad, sino una continuación de la teología tradicional; y parecía una explicación lógica porque, de lo contrario, una identificación demasiado diferenciada del Hijo con el Padre le parecía que conduciría necesariamente al atolladero del modalismo trinitario ya condenado por la Iglesia.

En el fondo, Arrio tampoco reconocía la humanidad de Cristo en sentido pleno, pues el Logos para él no es Dios, sino el «alma del mundo», que se une a un cuerpo, en cuanto que asume la carne, pero no se hace hombre, sino que ocupa el puesto del alma humana en Jesús de Nazaret; es decir, Cristo no es Dios y hombre, sino un ser intermedio. Para contrarrestar las doctrinas de Arrio, el patriarca Alejandro reunió un sínodo en Alejandría (321) en el que tomaron parte unos cien obispos de Egipto; y todos, a excepción de Segundo de Tolemaida y Teonas de Marmárica, condenaron las doctrinas de Arrio. Alejandro informó a los obispos orientales y al mismo Papa sobre los errores de Arrio que huyó a Cesárea de Palestina, donde fue bien recibido por el obispo Eusebio, el padre de la historia eclesiástica.

Desde Cesárea emprendió una campaña a gran escala; propagaba su doctrina a través de cartas; escribió un libro, Thalía, en prosa y verso, y compuso canciones que se hicieron muy populares. Consiguió numerosos adeptos entre los obispos; Eusebio de Nicomedia lo recibió en su casa y reunió un sínodo que absolvió a Arrio.  Después de su victoria sobre Licinio (324), Constantino se preocupó por la paz eclesial que se había roto en Alejandría; envió a su asesor religioso, Osio de Córdoba, con cartas para Alejandro y para Arrio que había regresado a la ciudad; pero Osio no consiguió ni la retractación de Arrio ni la paz eclesial; en vista de lo cual, aconsejó al emperador que convocase un Concilio universal para resolver el problema. Constantino aceptó el consejo de Osio y convocó un concilio universal, es decir, un concilio en el que participaran obispos provenientes de todo el mundo. Hasta aquel momento habían existido muchos sínodos o concilios, más o menos numerosos, pero solamente habían tomado parte en ellos obispos de la región. Ahora se trataba de un concilio al que eran convocados obispos de todo el mundo, aunque no todos los obispos del mundo. Si Constantino era, desde su victoria sobre Licinio, emperador único, verdadero señor del mundo, ¿qué cosa más conveniente y conforme con los designios del cielo que convocar a obispos de todo el mundo para resolver un problema de tanta trascendencia como la divinidad de Jesucristo?

El Concilio de Nicea es reconocido por la Iglesia como el primer concilio ecuménico, aunque no reúne las condiciones de tal, según las normas del Derecho canónico actual, pues no fue convocado por el Papa, sino por el emperador, como sucederá con los seis concilios ecuménicos siguientes; pero el Papa aceptó y legitimó la convocación imperial, enviando sus propios legados; solamente el Concilio II de Constantinopla (553) fue convocado contra la voluntad del Papa, aunque también acabó legitimándolo.

El emperador convocó obispos de Oriente y de Occidente; y para facilitarles el acceso a Nicea, puso a su disposición la posta imperial. El Concilio I de Nicea es conocido como el «concilio de los 318 Padres» que fueron asemejados a los 318 siervos de Abraham con los que rescató de la cautividad a Lot (Gen 14,14); pero en realidad solamente tomaron parte en él unos doscientos obispos, que en su casi totalidad procedían de la Iglesia oriental; de la Iglesia occidental solamente estuvieron presentes Osio de Córdoba, dos presbíteros delegados del papa Silvestre, Ceciliano de Cartago y probablemente otros tres obispos. Constantino prefirió celebrar el concilio en la pequeña ciudad de Nicea, donde tenía él su palacio de verano, en una de cuyas aulas tuvieron lugar las sesiones conciliares.

El concilio se inauguró, con un discurso del propio Constantino, el día 25 de mayo del año 325, y duró cerca de dos meses. No se sabe con certeza qué personalidad presidió el concilio porque no existen actas de las reuniones, sino solamente sus resultados, es decir, el Credo niceno y algunos cánones disciplinares; pero lo más seguro es que la presidencia fue ocupada por Osio de Córdoba, como representante del emperador, porque en todas las listas de los Padres de este concilio figura en primer lugar; y después de él aparecen siempre los delegados del papa Silvestre. Es probable que para Constantino el concilio no fuese otra cosa que un consejo de expertos en materia de fe; y, en cambio, para los obispos no era nada más que un concilio episcopal que se ocupaba de los asuntos de fe y costumbres, aunque con una representación más universal.

Hasta no hace aún mucho tiempo, siempre se había sostenido que el Concilio de Nicea había tomado el Credo bautismal de la Iglesia de Cesárea de Palestina como base para la formulación de la doctrina en torno a la divinidad del Hijo; hoy día se pone en duda; pero haya sido o no así, lo cierto es que las adiciones del concilio niceno van expresamente dirigidas contra la doctrina de Arrio: «Dios verdadero de Dios verdadero, engendrado no creado, de la misma naturaleza (homoousios) que el Padre». De este modo algunos enunciados tradicionales sobre Jesús, como «Hijo de Dios», «Primogénito de todas las criaturas», «Dios de Dios», que Arrio aceptaba, pero que interpretaba erróneamente, quedaban precisados de tal modo que la doctrina de Arrio era condenada sin paliativos: la expresión «Hijo de Dios» quedaba clarificada con la expresión «de la misma sustancia del Padre» (homoousios); y para eliminar cualquier ambigüedad relativa a la dimensión creatural que Arrio atribuía al Hijo, se clarificaba así: «engendrado no creado». De este modo se afirmaba que la procesión del Hijo respecto del Padre no es el resultado de un acto libre de su voluntad, ni, menos aún, una «creación de la nada», sino algo que existe en Dios mismo desde la eternidad. Y la expresión tradicional «Dios de Dios» que también Arrio aceptaba, fue matizada así: el Hijo es «Dios verdadero de Dios verdadero»; de modo que se afirmaba sin posible ambigüedad que el Hijo es Dios en sentido pleno.ambigüedad que el Hijo es Dios en sentido pleno.


El término “homoousios”, para significar que el Hijo es de la misma naturaleza que el Padre, se convirtió en el concepto clave, el santo y seña de la lucha de la fe verdadera contra la herejía arriana. Según San Atanasio, la posición de Osio de Córdoba fue determinante para la introducción de este término; y ciertamente existen motivos para suponer que ese término procede de la teología trinitaria de la Iglesia occidental, y que ya antes del Concilio I de Nicea había sido asumido por las Iglesias de Alejandría y Antioquía, aunque esto puede ser discutible. Arrio y sus partidarios tuvieron plenas facilidades para defender sus teorías; pero chocaron frontalmente con la argumentación implacable de Atanasio, diácono de Alejandría, que participó en el concilio en calidad de secretario del patriarca Alejandro, y a quien sucedió poco después en aquella sede patriarcal. La condena de Arrio como hereje fue aceptada por todos los participantes en la asamblea conciliar, menos los obispos Segundo de Ptolemaida y Tomás de Marmárica, que fueron desterrados juntamente con Arrio; Eusebio de Nicomedia también simpatizaba con Arrio, y poco después también fue desterrado. El Concilio de Nicea se ocupó también del cisma de Melecio que por espacio de una década había tenido dividida a la Iglesia de Egipto; durante la persecución de Diocleciano, el obispo Pedro de Alejandría se ausentó de su sede y otros obispos habían sido encarcelados; entonces Melecio ocupó la silla alejandrina, pero el obispo Pedro lo excomulgó; y un sínodo celebrado en Alejandría en torno al año 304, depuso solemnemente al usurpador Melecio; éste no se sometió y la Iglesia de Alejandría se dividió. El obispo Pedro murió mártir en el año 311, y Melecio fue desterrado, perdurando el cisma hasta el Concilio de Nicea, que lo condenó; y desde entonces sus partidarios se fusionaron con los arríanos. El Concilio de Nicea promulgó también algunos cánones disciplinares. En uno de ellos se establecía la precedencia de las Iglesias de Oriente: en primer lugar Alejandría, después Antioquía; y en tercer lugar, se reconocía un cierto honor a la Iglesia-Madre de Jerusalén. En otros cánones se prohibió la ordenación de recién bautizados, de eunucos y de quienes hubieran apostatado durante la persecución; se estableció la vida común de clérigos, y se reorganizó la vida comunitaria de las vírgenes; se condenó la usura; se estableció la fecha de la Pascua conforme a la tradición romana; y se encargó a la Iglesia de Alejandría el cálculo de la fecha de la Pascua, que debería comunicar a las demás Iglesias en una carta sinódica.
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